Por Mario Bórquez Brahm para clubdelperrodemuestra.cl
Brick fue mi primer Labrador Retriever. Hijo de Sandy Paff, un gran campeón de belleza, grande, de un amarillo casi blanco, y Toffee, una perra robusta y de formas inglesas típicas, amarrillo casi cobrizo, absolutamente loca por recoger en los amplios jardines de su casa.
Su padre adoptivo -yo- un entusiasta perfecto ignorante en esto de los perros cobradores.
Cuando fuimos con Paulina a escoger el cachorro luego de varias visitas a la camada, sabíamos que queríamos un macho grande. Su nombre, más que por su color, que era como el de su padre, era por su robustez.
Llevamos una pelotita de tenis. Al lanzarla al grupo de cachorros, Brick la ganó, la tomó, corrió un poco y me la trajo (bueno, no exactamente, tenía 2 meses! pero pasó por mi lado, lo tomé y consintió entregarme la pelota sin morderla)
La ignorancia te hace valiente. Allá por 1989, sin internet, lo mejor que había era unos libros que vendían en el supermercado y algunas revistas viejas que me las devoré todas procurando extraer los rudimentos de esto de entrenar un perro cobrador.
Qué tiempos! calles con poco tráfico que permitían jugar fuera, yo tenía un fiat 147 lleno de pelos por dentro y de rasguñaduras en la pintura por fuera porque instaba a Brick y a Alfa (sí, tuve una pointer) a subirse al techo de mi cacharro. Qué importaba que se hundiera un poco el techo! era más valioso disfrutar. En un momento asistí a un par de clases que un señor Mexicano dictaba en el patio de su casa en Vitacura.
Los deseos de buscar, encontrar y traer fueron evidentes en Brick desde temprano. A sus 4 meses yo lo dejaba sentado, desaparecía por una esquina de la casa, escondía un dummy, volvía donde Brick estaba aún sentado y lo enviaba a buscar. Después me daba el lujo de completar el giro a la casa, y él estaba ahí sentado, esperando por la oportunidad de ir por su presa.
Su primera tórtola
La primera vez que lo llevé al campo fue un tortoleo cerca de Chimbarongo. Qué error! sólo había hecho un poco de práctica de insensibilidad con ruido de tablas y tarros en el patio. Gracias a Dios Brick superó rápidamentre un atisbo de sensibilidad: al atardecer de ese día andaba feliz por el campo, y en un momento en que nos juntamos a comentar el día, Brick se arrastró bajo un gran arbusto de zarzamora bien enmarañada y salió triunfante con una tórtola que alguien había abatido más temprano. Tendría estimo 4 o 5 meses.
Sus tres becasinas
En otra ocasión -Brick ya tendría un año- fuimos con un tío de Paulina a unos humedales cerca de aquel tortoleo. Estaba permitido -según recuerdo- cazar becasinas (las lindas «poroteras», llamadas así por el ruido de sus alas en sus raudos vuelos «poroto-poroto-poroto….»). Yo me fui por mi lado a caminar y al regresar, el tío me dice «tengo 3 becasinas allá, manda al perro» -apuntando al otro lado de un caudaloso canal a un área de inundación.
Brick se tiró y rápidamente encontró la primera. Lo envié por la segunda que estuvo más difícil, tuve que incentivarlo a persistir. La tercera lo tuvo como 10 minutos busca que te busca -el área no tenía más que unos 200 m2 de pajonales y pantano. De pronto, Brick levantó la nariz al aire, la apuntó al interior de una planta, enterró el hocico y salió orgullosamente con la tercera porotera que había caído justo en el núcleo de la planta y estado protegida por sus anchas hojas!
Aquí rindió dividendos haberle enseñado a confiar en mí, a siempre haber provocado su éxito.
Brick se volvió un experto cobrador de tórtolas y patos. Muchas veces volví con más palomas de las que había cazado, aves que habían caído heridas o simplemente no habían sido encontradas por quien las cazó.
Un día oscuro
Ya adulto, fuimos un día de invierno a los patos al río Maipo, que estaba particularmente crecido. No fue una buena idea. Habíamos cazado bien sobre los señuelos en el recodo hasta que un pato se fue herido, cayó en el caudal y se fue río abajo. Unos 400 metros más abajo, Brick lo tomó, pero sólo pudo regresar a la orilla opuesta.
Todos los esfuerzos por hacerlo volver fueron inútiles. tomé una gruesa rama para afirmarme, me eché la escopeta dentro de los waders, y me adentré en la corriente. Veía perfectamente al perro a 100 metros de distancia en la orilla opuesta, con el pato en el hocico y con un ladrido inequívocamente de angustia.
Si no lograba llegar a la orilla opuesta, perdería a Brick. Tuve que salir del río, volver a Melipilla unos 15 km río arriba, tomar el camino hacia San Antonio, rogar porque existiera un camino secundario de acceso al río por la otra orilla y que mi instinto me hiciera escogerlo.
Entramos por un camino -serían las tres o cuatro de la tarde, en menos de dos horas estaría oscuro. Llegamos al río, detuve la camioneta y me puse a escuchar.
A lo lejos, bien lejos, escuché sus ladridos.
Sin siquiera ponerme los waders me interné en el lecho del río, con mucha vegetación alta, pozas, lenguas de agua, mojado y helado. Por sus ladridos sabía que me estaba acercando.
De pronto lo veo en un islote a unos 80 metros. Me le presento y lo llamo. Brick me mira, se eriza, me ladra, y cruza a nado al islote siguiente. El perro estaba en shock. Al siguiente intento infructoso y viendo las sombras de la noche venirse encima, adopté la estrategia de caza al acecho: Me le acerqué desde viento abajo para que no me oliera, y cuando estuve a unos 20 metros, tomé un palo, lo escupí y froté contra mi ropa, me paré, llamé al perro, le tiré el palo y le ordené «Aport! Aport Brick!»
Brick se acercó caminando al palo, lo olió, lo tomó y me lo trajo. No con su entusiasmo tremendo de siempre, sino caminando, como exudando alivio por salir del lío en que ambos nos habíamos metido. Y me salen lágrimas mientras escribo este párrafo. Lo tomé, lo abracé, le puse un cinturón al cuello y volvimos en calma y silencio a la camioneta.
Las próximas cacerías fueron en zonas más escogidas, lejos del cauce principal, buscando zonas anegadas.
El día que yo aprendí perfecto el «créele a tu perro!»
Un día cazando patos en un tranque en el norte, desde un maizal le dí a uno, que siguió volando precariamente, descendiendo gradualmente, por unos 300 metros. Como se fue a lo largo de una corrida de eucaliptus, me dije «ésta va a ser fácil, es cosa de ir con Brick a lo largo de los árboles, y eventualmente lo encontrará».
Así lo hice. A mitad de la ruta, Brick insistía en desviarse a la derecha, hacia unos pajonales alrededor del tranque. Yo lo corregí varias veces y él, obediente, seguía en la ruta que yo le había marcado.
A mitad de camino, Brick me miró, me hizo un desdén, echó la nariz al suelo, y viró 90 grados a la derecha, insensible a mis órdenes. Anduvo así unos 40 metros, levantó la cabeza, y tenía el pato 5 metros al frente. Raudo lo tomó y me lo trajo.
Es difícil de olvidar su mirada de «te lo dije, pero te perdono».
Brick vivió 12 años. Tuvimos muchas aventuras juntos. Los últimos los pasó en nuestra parcela en Isla de Maipo. Cuando él ya era viejo, retirado, a veces yo sacaba la escopeta al patio para mostrársela. Los recuerdos de tantas cacerías estaban profundamente enraizados en su mente como lo demostraba su excitación al verla y que cuando la montaba él miraba al cielo, esperando que llegara el siguiente pato.